Friday, January 30, 2009

Fragmento.

La tarde de verano en la que Luisa Olivares lo conoció parecía no querer terminar nunca. Un sol abrasador daba los últimos coletazos en una lucha encarnizada de sofoco y opresión a la población local, anunciando dramáticamente el fin de la estación estiva.

Era 27 de Agosto, la fecha de conmemoración de las mayores fiestas de la región, y era por ello que la pequeña localidad de Ribadouro se había vestido para la ocasión con sus mejores galas y lucía todo tipo de estandartes y galones en sus balcones y ventanas.

Como sucedía habitualmente cada año durante la celebración, las calles de la pequeña villa medieval comenzaban a abarrotarse ya desde mucho antes del mediodía, con una marabunta de gentes y sus gritos y algarabías.

Esta pequeña aldea albergaba en ocasiones como aquella, una gran cantidad de visitantes, llegando a multiplicar hasta por treinta el número habitual de transeúntes en sus callejuelas; eso, siempre y cuando las tormentas de verano se decidiesen a dar un respiro a los miles de participantes que esperaban la cita con ansia y congoja y preparaban sus vestidos con semanas de antelación.

Luisa se había vestido de gala para acudir a la boda judía donde se anunciaba el pregón y con la que se celebraba el inicio de las fiestas pero llegó tarde pues perdió la consciencia del tiempo mientras se deleitaba con los perfumes de hibiscos y canela traídos por mercaderes itinerantes desde la otra punta del país.

Luisa se abandonó a sus sentidos admirando joyas y atavíos, manoseando las sedas y satenes más suaves que había jamás visto, y degustando el sabroso té con aroma a frutas traído de ultramar. Pero fue en el último puesto que visitó donde se dio cuenta de lo poco que conocía del mundo.
Ante los ojos de Luisa asomaron decenas de papagayos de todos los colores que gorgoriteaban sin cesar, reptiles de todos los tamaños que se revolvían en sus jaulas y hasta un loro anaranjado que balbuceaba palabras en un idioma que no alcanzó a reconocer.
Luisa estaba embelesada, y sintió helársele el corazón cuando el mercader le ofreció acariciar un pequeño orangután que se escondía tímidamente detrás de su jaula. Fue en ese lugar cuando Luisa pensó en lo mucho que necesitaba salir a ver el mundo con sus propios ojos.
- No es justo tener que esperar un año más para volver a ver una maravilla así – pensó, acariciando las manos del pequeño mico; mientras, sin ni siquiera intuirlo, el destino se reía de ella a carcajadas una vez más.

Luisa buceaba en su mar de pensamientos cuando las campanas de la iglesia comenzaron a repicar lozanamente en honor de los nuevos esposos. Luisa se sonrojó cuando se dio cuenta de que la ceremonia había terminado y echó a correr como alma que lleva el diablo para enmendar el error y no hacerse recordar como la gran ausente.

Intentó llegar hasta la plaza mayor luchando contra el mar de gentes que colapsaba la entrada, y en un traspiés se fue al suelo junto a la bolsa de frutas tropicales que había comprado. Luisa maldecía su suerte cuando el hombre que pasaría a recordar por el resto de sus días como el objeto de sus más profundas pasiones y el mejor de sus amantes, le tendió la mano para ayudarla a ponerse en pie. El hombre continuó su camino sin pararse y ella ni lo miró, pues estaba más preocupada por la suerte de su pequeño manjar tropical que por darle las gracias al desconocido que había salido huyendo.

Luisa se vio entonces envuelta en la marabunta de gentes, y se dejó llevar sin saber muy bien cómo hacia la plaza principal, donde los torneos de mediodía estaban a punto de comenzar. Una muchedumbre enloquecida coreaba los nombres de sus favoritos y se peleaba por abrirse camino hasta la primera fila. Los participantes comenzaron a llegar ceremoniosamente según el presentador del evento iba leyendo sus nombres mientras recibían los vítores de su hinchada.

Fue en ese instante cuando se volvió para observarlo. Cuando siguió meticulosamente con la mirada cada una de las curvas de su torso y sus brazos, ya enrojecidos a causa de una dura jornada de sol; y analizó, uno por uno, cada pliegue de sus labios. Entonces se le estremeció el alma y lo miró fijamente a los ojos. El parecía no percibir su presencia hasta que sus pupilas se cruzaron en un guiño perpetuo. Fue entonces cuando se paró el tiempo y la marabunta, el griterío, y la algarabía cesaron. Estaban solos. No había para ellos en ese instante nadie más.

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